La verdad, esa mujer a la que todos pretendemos seducir, la ninfa que persigue la conciencia para dar sentido a lo que somos. Ataviada con ropas blancas, su piel de rana la hace escuálida a las manos de la razón, una razón perdida en oscuros bosques de ilusión. No tiene dueño ni dueña, nadie la ha visto ni encontrado, pues muda de aspecto y de lugar, de época y conciencia.
Tras muchos siglos la impostora, vuelve a transformarse tomando como coro, nuevas voces engañadas, con bata blanca y rodeada de roedores, sus cantos y alabanzas toman contornos numéricos, de cifras y fórmulas, predicción de un mundo que pretende ser explicación del mismo. Tan perdida y extraviada, se erige en un nuevo trono, fría como el hielo, reducida esclusa de sentidos, de método y aplicación.
La Verdad, escrita con mayúsculas es inalcanzable, cada época, cada individuo o conciencia defiende la suya, pero como propia. Eso no significa que en los hechos no esté patente cierta verdad, pero no La Verdad. Hoy en día nos encontramos con dos verdades de nuestro tiempo que dejan bastante que desear: publicidad y cientifismo.
La primera se ha apropiado de la belleza y falsea la realidad, la segunda es reductora, fría y esclava de un método, tan limitado como las pruebas que contiene para demostrar. Una, es engañadora de ilusiones y la otra es tuerta y tartamuda, trapacistas cercenadas. Ambos discursos pretenden apropiarse de la vida y dan lecciones de la misma, pero poco o nada saben de ellas mismas. Retorcidos son sus cantos y adornados con claveles, captan la mirada y los anhelos de las almas. Individuos extraviados que dibujan una nada sobre nada, pues la vida es mucho más que todo eso.
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