lunes, 28 de abril de 2014

Diseñando vidas, electrocutando sueños



  Cuando recuerdo lo que pensaba sobre mi futuro hace diez o veinte años, dónde terminaría y cómo iría el transcurso de mi vida, no puedo dejar de sentir vértigo y sorpresa. Yo tenía otros planes para mi, mi pequeño cosmos emitía otras luces y situaciones, en definitiva, tenía otra vida esperando ser vivida.

  Cuando uno es joven no conoce la vida,  no sabe que tiene que estar abierto a la multitud opciones que sin previo aviso aparecen y desaparecen. Somos hijos del azar, en un examen sorpresa del que nunca te han dicho que te vas a examinar, cuyo temario excede con creces a todo lo preparado. Podrían decirme que siempre ha sido así, que la vida te arrastra y te hace vivir ciertos episodios inesperados, que nuestros abuelos emigraron o a nuestros padres les pasó tal cosa. Tienen razón, pero nuestro presente muestra diferentes peculiaridades que ellos ni por asomo sintieron, aunque ahora, lo experiementan junto a nosotros en una fase diferente de su vida. En el caso de mi generación, la maldita postmodernidad se ha cebado con nosotros, la tormenta tecnológica, del pragmatismo, del individualismo deshumanizado. En un mundo más rápido, más global y más eficiente, nos hemos sometido a una transitoriedad difícilmente comparable a la que existía hace unas décadas, ayer estabas en un lugar, hoy estás en otro y mañana quién sabe. Ha habido una total desregulación de los parámetros laborables, el mundo se ha vuelto más loco e impredecible, cambiante e incierto. Tener hoy en día seguridad laboral es un mito, vivir en tu tierra un privilegio de unos pocos, es un tiempo nuevo, sin certezas, volátil, precario y contaminante.

  Si la vida ya es de por sí, un torrente incontrolado de fuerza y caos que nos lleva a posiciones inesperadas, nuestra postmodernidad lo potencia y lo eleva al cubo. No sólo en el ámbito laboral, la familia nuclear también se distancia, pese a la cercanía que facilita el auge de los medios de comunicación, no pasan de espejismo y sucedáneo de la experiencia vivida junto a los otros. La planificación a medio o a largo plazo es absurda. Se escurre como líquido entre los dedos de las manos. Algo que acentúa esta característica es  la depredación de la sociedad de consumo y los mercados impregnan todo, especialmente la relación con los otros que se vuelve consumismo individualizado y reciclable. Cuando se me rompe una cosa o me canso de ella me compro otra y listo, sucede cuando vas de tiendas y cuando quieres prescindir de tu pareja o amigos. Se abandonan los compromisos y lealtades con mucha más facilidad, existe la desconexión y la rápida desvinculación.

  Cualquier intención de diseño compulsivo de un proyecto vital es una pérdida de tiempo. Las posibilidades de elección son mucho menores de lo que pensamos en un océano de fluctuaciones. El escaparate es amplísimo, pero a la vez engañoso. Con suerte uno puede elegir de qué no ser esclavo. Quizás siempre ha sido así, pero hoy en día, en nuestro tiempo, la volatilidad y el cambio está mucho más presente que hace dos o tres décadas. Ellos nos hablan de progreso, de logros y superación, pero la realidad es que las cosas están cada vez peor, ¿para qué engañarnos?

  A estas alturas me imaginaba casado, con hijos, y con más respuestas que preguntas. Lo habitual ha sido estar cediendo bajo la presión, perdiendo el contacto, permanecer escondido entre las sombras, una maldita condición que me mantenía arrinconado con el mundo. Y ahora, echando la vista atrás entiendo por qué. Responder a la pregunta de quién soy o qué va a ser de mi me parece una actitud cuanto menos delirante, diseñar vidas y aferrarte a modelos es morir electrocutado.  Sloterdijk llama a nuestro entorno “la ciudad amurallada” que ya no es un refugio como lo era antaño frente a bestias, piratas y bandidos, sino  fuente esencial de peligros. La naturaleza no es ya un entorno hostil porque la hemos domesticado, a la nueva naturaleza que debemos temer es la que nosotros hemos creado. La sentencia de Sloterdijk me parece acertada, son en los muros de las grandes urbes protectoras donde uno lucha contra sus miedo individuales y globales. Me siento rehén de la falaz sociedad del bienestar, desconfío de los tecnócratas, de los políticos y las instituciones estatales, de Wallstreet, de las polizas de seguro, del sobrepeso de información, de la venta de imágenes orquestada por la publicidad y de la NSA monitorizando mis comportamientos. Definitivamente, siento nostalgia de los sueños que tuve, ahora he despertado y ya sé que no sé absolutamente nada de lo que me tocará vivir. Admito que me gustaría que rodasen cabezas, cercenadas con fina katana, pendiente abajo hasta hundirse en el verde fango.



martes, 8 de abril de 2014

La serpiente de uróboros

 
   Es la serpiente que se muerde la cola, la serpiente de uróboros, el dragón que se devora a si mismo, símbolo del eterno retorno y el espíritu cíclico, lo inagotable, así son nuestros deseos, nuestra misma esencia. Con una mirada rápida vislumbramos que nuestra cultura presente sobrevive de deseos, las personas quieren compulsivamente, el deseo es una de las claves para entender el paradigma actual, la podríamos llamar la cultura de la avidez y la insatisfacción. Nuestra sociedad de consumo es una sala de deseos programados, y sus centros comerciales la encarnación del mismo deseo, su paraíso, con una gran dosis de seducción propiciada por las promesas de la publicidad. José Antonio Marina se refiere a nuestro tiempo postmoderno como" proliferación de ansias, codicias y concupiscencias", sujetos a la insaciable vorágine del consumo, en cuyo producto siempre existe una promesa de felicidad para el comprador (que por cierto, pocas veces se cumple).

  Goethe, fruto de su tiempo, ve en el amor y en el deseo "las alas del espíritu de las grandes hazañas" como se ve reflejado en la mayor parte de los personajes de su obra. Deseos elevados de grandeza nunca exentos del peligro de las pendientes resbaladizas. Existen entonces muchos tipos de deseos, algunos elevados, otros odiosos y otros imposibles de enmarcar, hay tantos como personas existen, lo que parece claro es que somos energúmenos del inconformismo. Siempre queremos más, imposible saciar todos los apetitos, todos los detalles, siempre terminamos por devorarnos porque incluso nuestros deseos más perseguidos, en ocasiones, no logran saciarnos una vez conquistados. Deseos terrenales y deseos espirituales, tantos unos como otros atan, aunque en nuestro tiempo, por extraño que parezca, deseo-posesión-felicidad son la triada de la gran falacia. Quizás lo que sucede es que ni siquiera sabemos desear. Sed de querer, de tener y de exigir al mundo, constantemente, cada mañana, cada momento, cada turno o cada mediodía. No sabemos estar quietos, un torrente de exigencias personales que plantamos al mundo a la espera de que este se transforme en nuestro particular jardín de rosas. Así es la humanidad, así somos nosotros, sueños y esperanzas que alimentan la insatisfacción.

  ¿Pero acaso podría ser de otra manera? Si y no, lo que parece claro es que el dominio de los deseos es médula espinal de una vida que se pretenda más feliz. Los budistas ven el apaciguamiento del deseo como vía para la sabiduría, Spinoza dice que somos deseo, quizás lo imposible es no ser lo que somos. Voltaire señalaba que "sólo es inmensamente rico quien puede limitar sus deseos", mientras que Epicteto de Frigia decía "No pretendas que las cosas ocurran como tú quieres, desea, más bien, que se produzcan tal como se producen, y serás feliz", dicho de otro modo y en consonancia con las grandes sabidurías, aceptación de lo real hasta sus últimas consecuencias (no equiparar al  malentendido conformismo). Es la serpiente que se muerde la cola, la serpiente de Uróboros, el dragón que se devora a si mismo.



miércoles, 2 de abril de 2014

Un mundo feliz ;)



 Vivimos comunicados, pero nunca hemos estado más alejados del vecino que en nuestro presente. La realidad es que el mundo interconectado ofrece una plurivocidad de medios y formas para interactuar con el otro, de decir o trasmitir, de incidir en el mundo sin importar dónde estemos y hacernos partícipes de la gran comunidad. Todo un parque tecnológico a nuestros pies para desembocar en una profunda esterilidad de contenido. Como ocurre frecuentemente, lo que se hace pasar por real no es más que una ilusión. Es un enorme escaparate de posibilidades diluidas, mercadeo de egos, donde la distancia es mayor precisamente por la sensación de poder que parece brindar, pero que en última instancia desemboca en una escisión de esferas individuales, los hábitos perceptivos de los usuarios se atrofian en un océano de conexiones en las que somos partícipes.

  El marco cultural postmoderno estalla de dolor cuando la inclinación y la tendencia no es hacer un mundo feliz y mejor, sino la venta de imágenes que se agotan en la presentación misma, sin traer los beneficios del progreso humano prometido. Las fuerzas económicas y el narcisismo individual se liberan de aquella misión liberadora, los usuarios pueden entrar y salir sin trabas ni dolor a pesar de tener a su alcance los medios necesarios para vislumbrar los aspectos más básicos que la humanidad necesita resolver con urgencia, pero los apremiantes cambios siguen sin llegar ya entrados en el nuevo milenio. 

  Todo es fugaz, todo parece deslizarse, mudamos de piel como la serpiente, saltamos de contenidos y nos deslizamos sutilmente sin advertir que se nada en una nada, en un complejo bucle enfermizo que parece renovarse cada día sin ser más que un delirio de sucesos que no conducen a ninguna parte. La persuasión de la palabra escrita recibe una estocada, la imagen y proyección de lo que somos o queremos ser se abre paso sin firmes argumentos, porque su nueva arma es una terrible seducción que disfraza y oculta, que entierra su vacío e inutilidad. Sólo se muestran las ventajas de una era tecnológica que nos asegura elevarnos como nueva humanidad disfrazando todas sus miserias, pero de una manera tenue nos inculca un veneno paralizante y vaporoso que oculta nuestro bochornoso retraimiento como especie súpercivilizada. 

   Por eso desconfío del discurso tecnológico, por eso dudo de las promesas sobre las que se eleva, por eso me mosquea su apremiante optimismo con las dibujadas sonrisas que muestran sus anunciantes, por eso recelo de nuestro patio de recreo y me escaman sus patologías, por eso me cago en su puta madre.